Si fuera un ser de leyenda, nativo del mar que gracias a la magia marina ha podido pisar la tierra, hoy no me habría movido de casa. Porque con la forma en que me he empapado en el cuarto de hora que hay desde mi casa a la estación de Renfe, se me han mojado los pantalones hasta casi la cintura. No ha llegado más arriba porque estaba la chaqueta, que ha protegido esa zona. Justo en el límite del bolsillo, dejando resguardado y seco el ticket del tren (en
algo tengo que tener suerte, no?).
Oh, tritones y sirenas, ni abráis las ventanas o vuestro secreto verá la luz.
La ventaja que hubiera tenido de haber tornado a mi forma medio-pez es que podría haber nadado hasta el trabajo, porque las calles parecían más ríos que otra cosa.
Ahora tengo los pies empapadísimos, gracias a unos zapatos y calcetines aquafílicos. Y hago chap-chap al caminar, lo que es extremadamente divertido y potencialmente peligroso teniendo en cuenta la de cables que suelen correr por debajo de las mesas en grandes mesas con muchos ordenadores. Por suerte la torre está elevada del suelo, en un sujetatorres (bajo el cuál procuro no poner accidentalmente el pie, no sea caso que caiga y pase a tener pies planos).
No sólo están los pies en remojo, tengo todas las perneras empapaditas, aunque casi dos horas que no les toca la lluvia. Será que no irradio suficiente calor corporal y no puedo secarlo.
Llegar al trabajo hoy ha sido, por tanto, toda una experiencia.
( Y justamente tenía que ser hoy... )